En su segunda novela, Eduardo Lago (Madrid, 1954) vuelve a bucear en las profundidades de la metaficción. Pero el laberinto de ficciones entrecruzadas de Siempre supe que volvería a verte, Aurora Lee (Malpaso) es tan complejo, y su forma tan libre, que el autor asegura -y también Vila-Matas- que el texto supone “el fin de la metaliteratura y el regreso a la narratividad en estado puro”. El punto de partida son las 139 fichas desordenadas de El original de Laura, la novela que Nabokov dejó incompleta antes de morir.
Pregunta.- Tengo entendido que no sentía aprecio por Nabokov antes de empezar esta novela. ¿Ahora sí? ¿Qué valor le da a su literatura?
Respuesta.- Nabokov es un gran escritor. De eso nunca tuve duda. Había obras suyas que me parecían fundamentales, como Pálido Fuego. Pero me molestaban sus opiniones intempestivas sobre grandes escritores a quienes yo admiro y él desdeñaba, entre ellos nada menos que Cervantes, Joseph Conrad, Thomas Mann y Dostoievski. Cuando su última novela se cruzó en mi camino y me tuve que adentrar en su poética, no me quedó más remedio que rendirme ante la evidencia. Era un genio. Y de todos modos raro es el escritor que no es injusto con los colegas. Un caso clásico es el odio entre Góngora y Quevedo.
P.- ¿Por qué cree que dio órdenes Nabokov de que se destruyeran las fichas de El original de Laura? ¿Por pudor, tal vez? ¿Para que no se vieran las costuras de su proceso creativo?
R.- Era un enfermo del control. Tenía que tener pulida y limada la última coma, la última línea. Detestaba la menor forma de imperfección, y no le dio tiempo a terminar El original de Laura. Es como pillar a un gángster planeando un atraco: todo a la vista del lector. El problema de los herederos es que no es fácil destruir la obra de un genio. Lo interesante de este caso es que, si Nabokov hubiera terminado la novela, hubiera sido un texto de segunda, como otros anteriores. Lo importante es que permite ver los entresijos de lo que quería hacer y muestra al desnudo los engranajes de su imaginación. De todos modos, para mí no era esencial El original de Laura. Me hubiera valido cualquier novela inacabada, con tal de que su autor fuera un genio. Es decir, el texto incompleto de Nabokov es una excusa para urdir otra novela sobre el futuro de la literatura. De hecho, si no estuviera enfrascado ya con El original de Laura hubiera podido hacer algo semejante, lo mismo en realidad, utilizando como punto de partida El rey pálido, de David Foster Wallace, otra novela inacabada, aunque su editor dejó el texto muy ordenado, a diferencia con el caos de las fichas nabokovianas. Pero insisto: Nabokov es el catalizador de mi indagación narrativa, hubieran servido otros.
P.- Este asunto invita a reflexionar sobre la paternidad de una obra. ¿Hasta qué punto el destino de una novela, aunque esté inacabada, pertenece a su autor?
R.- En cuanto un autor entrega su obra al mundo deja de pertenecerle, pertenece a los lectores. Lo dice claramente el escritor fantasma de Aurora Lee. Ninguna ley puede cambiar eso, dice.
P.- Esta novela propone un complejo juego metaliterario con forma de matrioshka, y Llámame Brooklyn (Premio Nadal, 2006) también es metaliteraria. ¿Por qué le interesa tanto reflexionar sobre la escritura a través de la ficción, y mezclar ésta con la realidad?
R.- La respuesta a esa pregunta es larga y compleja. Llevaba un tiempo tratando de contestarla cuando Enrique Vila-Matas, con quien he compartido el desarrollo de mi proyecto desde el principio, al presentarla en Barcelona dijo que mi novela acababa con la metaliteratura. Es el único que ha sabido verlo. Se acabaron los juegos metaficcionales. En Aurora Lee es como si hubiera estallado una bomba y todos los resortes artificiosos empezaran a pelearse entre sí hasta acabar todos aniquilados, inútiles, exhaustos, absurdos. Parece metaliteratura pero no es más que la celebración de su fin y un regreso a la narratividad en estado puro. Pero no disponemos de espacio para desarrollar con claridad la idea, que es difícil de aceptar.
P.- Debe de tener cientos de notas -o quizá fichas, como Nabokov- preparatorias del libro. ¿Es así? ¿Cómo suele construir sus historias?
R.- Trabajaba con mapas, realmente, para entender qué tenía en la cabeza el escritor, pero insisto en que el análisis, divertidísmo por lo demás, de la novela de Nabokov es sólo la mitad de la ecuación, o menos. Hay otra media novela en la que el escritor fantasma escribe la “autobiografía” de un magnate y además escribe una novelita intercalada -Un torso sin rostro- sobre otro tipo de límites de la literatura, los éticos, y ahí juega un papel importante el hijo de un escritor muy conocido. De hecho fue el reto más difícil de toda la novela, estuve a punto de no incluirla, pero al final lo hice y se entendió, creo. El escritor Ismael Grasa, que me presentó en Zaragoza, dijo que era lo más auténtico y más interesante.
P.- Hallux admira el “aristocratismo estético e intelectual” de Nabokov. Supongo que usted también, ya que cultiva la “vía difícil” de la literatura -como queda demostrado en esta novela-, al igual que sus camaradas del Finnegans.
R.- Menudo problema tengo con los Finnegans. Resulta que he incumplido la norma sagrada de decir que soy miembro de la Orden. Están tan enfadados que ni siquiera me han expulsado. Soy reo de traición, pero es que se nos pasó a mí y al editor, que es miembro de la Orden, Malcolm Otero. Tampoco lo han expulsado, y es muy triste porque no hay nada más hermoso que ser expulsado de la Orden. A lo mejor es inconsciente y no lo puse porque creo que ya no existe aunque sea tan partidario de ella. No creo en la dificultad de la literatura ni en la facilidad, sólo en la autenticidad. Hay grandes escritores con estilo muy accesible, y otros, como Góngora, impenetrables. Estoy en contra de la estética barata del bestseller. Don Quijote es una novela escrita contra los bestsellers de la época, las novelas de caballerías. Cervantes avisó de lo dañinas que eran. Los bestsellers de hoy son peores. Hay un escrutinio de bestsellers en Aurora Lee al estilo del que hicieron el cura y el barbero. Siempre se encuentra algo rescatable, pero el daño de conjunto es lo grave, daño a la literatura.
P.- En cualquier caso, la dificultad, en caso de haberla, ¿se afronta en solitario para que el lector no lo note o es necesario ponérselo difícil también a él?
R.- Todo el aparato de notas, que en lugar de ser eruditas son jocosas, y el recurso deliberado al humor es una invitación a que el lector lo pase bien sin hacerle ninguna jugarreta innecesaria. La dificultad por la dificultad… no sé… Gracián lo hacía, todo el conceptismo: una estética del ocultamiento, y Joyce. Pero estamos poniendo las cosas en una perspectiva errónea. Dámaso Alonso tradujo las Soledades al castellano que habla la gente. Bien. Pero lo que la gente lee son las Soledades. ¿Se imagina a alguien diciéndole a Stravinski o a Rothko: “Esto no lo entiende la gente, ¿podríais abaratar vuestra obra?” El lector inteligente desea entender the real thing, no un sucedáneo.
P.- ¿Cómo es su lector ideal?
R.- Una amiga o amigo que se decide a dar un paseo conmigo por el texto a ver qué hay.
P.- Publica este libro con la recién nacida Malpaso. ¿Qué opina de esta nueva editorial y de que alguien se embarque en una aventura así justo ahora?
R.- Como ha señalado en su crítica en El Cultural Ricardo Senabre, a quien respeto, la editorial y el autor estamos en las mismas: luchar por la verdadera literatura. Hay algo de quijotesco, porque la industria editorial, en muchos casos, con tal de vender, que es el único criterio válido, no el artístico, sacrifica la literatura y entroniza a gente que carece totalmente de oficio. Se tardan décadas en llegar a dominar la escritura y de repente un famosillo o famosilla de otro campo se hace autor importante. Es como si yo mañana compusiera una sinfonía, será necesariamente mala.
P.- Al principio de la novela, una agente literaria define Nueva York como punto de llegada, como final del camino. Usted lleva media vida allí. ¿No se imagina viviendo en otro sitio?
R.- Como dijo John Steinbeck, después de vivir en Nueva York ningún lugar es lo suficientemente bueno. Si te gusta estás perdido. Hay gente inmune a su atractivo, pero no es mi caso.
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